Jesús a Roberto:
«Mi querido amigo, hay una diferencia enorme entre lo que llamas fe y la fe verdadera. Tu fe apenas es una holgazanería mental que se satisface con cualquier superstición, sin finalmente saber discernir entre el bien el mal que pueda contener; la verdadera fe reclama todas las fuerzas físicas, psíquicas y espirituales.
¿Cómo puedes decir que un canónigo es feliz engordando en su fe necia y, con la protección privilegiada de Roma, a costa de sus fieles? La felicidad terrenal de esa vida ¿garantizará otra igual en el mundo de los espíritus? En modo alguno.
Pues cuanto más alguien sirve al cuerpo —cárcel del espíritu— cuidándolo y alimentándolo, dándole todo lo que desea, tanto más se unirá a él.
Si al fin llega la liberación definitiva de esa cárcel, ¿que tal de dura, dolorosa y difícil será? Pasa igual que cuando en un parto complicado el feto está agarrado al útero. Hay que arrancar violentamente al alma y al espíritu de su prisión carnal para separar por todos lados esas entidades entrelazadas unas con otras. ¿Podrá tal operación producir una sensación agradable al cuerpo, al alma y al espíritu? ¡El martirio es tan fuerte que no puede ser comparado con ningún sufrimiento terrenal, lo que sé muy bien! Como ésta es la consecuencia de una vida feliz en la tierra, ¿podemos realmente llamarla venturosa?
Pero aún es peor para todos los desenfrenados, egoístas, pervertidos e impúdicos que, condenados por la propia carne, tendrán que soportar dolores atroces a la hora de la muerte.
¡Con ellos empieza la verdadera “felicidad” de un creyente embotado! Si una criatura tal llega completamente lesionada al mundo de los espíritus, donde la sensibilidad se eleva al infinito porque el alma anteriormente protegida por el cuerpo aquí se encuentra desnuda, empieza la fase de dolor provocado por la fe necia.
Si suspiras por semejante felicidad, puedes obtenerla; te garantizo que pronto cambiarás de idea.
Si Yo mismo enseñé: “Volveos prefectos como vuestro Padre celestial”, y Pablo exigía que lo analizáramos todo y guardáramos lo que fuera bueno, dime ¿habría sido recomendada una fe absurda que no es fe, o una verdadera que sobrepasa todo conocimiento racional? Juzga tú mismo si lo que llamas fe merece tal nombre, después explícame su verdadero sentido».
Dice Roberto:
«Me dejas realmente perplejo si dudas de mi idea de la fe, porque el puro saber no puede clasificarse como tal. Menos aún la vista, la percepción o el tacto.
Además del saber y de la percepción real procedente de nuestros sentidos, no conozco nada que el hombre pueda asimilar con las capacidades de conocimiento y criterio. Si conceptos que provienen de los cinco sentidos se llaman fe, ¿que es entonces aquello a lo que hasta entonces considerábamos como tal?
Para mí creer significa aceptar algo como verdadero aunque no coincida con las leyes de la pura razón ni los principios puedan ser probados con exactitud. Si pudieran ser demostrados la fe llegaría a su fin, así como acaba la esperanza, hija de la fe, cuando se consigue lo que se esperaba.
No pienso otra cosa de la fe sino que es la aceptación voluntaria de principios y fechas históricas que no se pueden demostrar. Si esto no es fe, tengo ganas de saberlo.
A veces dijiste algo a tus discípulos sobre el poder milagroso de la fe, cuando hablabas de que removía montañas, ¡pero seguramente ellos no lo entendieron mejor que yo! ¿Acaso te refieres a esa fe? Entonces la mía no vale nada porque no movería ni un grano de arena ¡mucho menos una montaña!
Si en la Tierra hubiera tenido tal creencia, ¡el bueno de Alfredo lo habría pasado mal conmigo! La idea de poder mover montañas es grandiosa, pero no deja de ser sólo una idea.
El lema de Pablo de analizarlo todo y guardar lo que sea bueno siempre fue mi divisa. Y la idea de hacerme igual a Dios, el móvil más poderoso de mis acciones. Pero ¿qué fue lo que conseguí con ello? Mi estado actual responde cabalmente.
Tú mismo no parece que estés pisando un Sol, en otras palabras: tu milagrosa fe no nos ha proporcionado montañas de oro. ¿Aunque quién sabe lo que todavía nos queda por ver?
Si, por ejemplo, yo acepto sin objeción alguna que Tú eres el hijo del Dios vivo, o el mismo Ser supremo, en la hipótesis que exista una cosa así, así creo que será, pues no tengo pruebas en contra. Y, por ello, sólo creo porque mi razón ilustrada no encuentra objeción lógica. Debido a tus explicaciones, acepto que la Divinidad pueda seguir siendo lo que es en todas sus manifestaciones, aunque revista ante sus criaturas una forma visible. Si, con el tiempo, llegara a tener pruebas convincentes y palpables de lo que creo que eres, mi fe dejará de ser fe, dando paso al conocimiento experimental.
Naturalmente podrás decir: “Todos los verdaderos creyentes se arrodillan al pronunciar mi nombre y me adoran. Si dices que crees que Yo soy la Divinidad, ¿por qué no haces como los demás?” .
Tal objeción merece ser tenida en cuenta, pero todavía considero esa adoración a la Divinidad como flaqueza intelectual. Pues lo que le falta a la inteligencia es suplantado por la afirmación fanática de la fe. Quien considera indudable una creencia antes de tener pruebas verídicas de la misma, a mi parecer es un necio.
Tú mismo, si fueses la Divinidad, deberías pensar así, de lo contrario serías un dios ambicioso y débil que merecería ser ridiculizado. Sé no obstante que una franqueza así nunca te importunó y por ello no me arrojo a tus pies, lo que ciertamente aborrecerías.
Tampoco lo haría incluso estando convencido de tu Divinidad, pues un servilismo semejante, si me fuera rendido a mí, hombre cuya inteligencia ha superado la estupidez, me parecería extremadamente ridículo.
Considero que el cumplimiento concienzudo de las leyes de Dios es la única y justa veneración exigida por el orden inmutable sin el que no habría criaturas. El resto pertenece al paganismo, por lo tanto es necedad.
Siempre respeté tus enseñanzas, mayormente las relacionadas con las oraciones judaicas; por el contrario hube de considerar el mandato de Pablo “Orad constantemente” como un desatino capital, si es que con él se refiere a las plegarias orales, suposición difícil en un hombre tan culto.
Sin embargo creo que eres Dios, o al menos su verdadero hijo, cualidad que extiendes a todos los que cumplen sus mandamientos y le aman. He decidido hacer todo lo que me pidas. Pero si lo que me pides es que me prosterne y rece con los labios, de antemano te digo que no lo haré nunca porque lo considero un escarnio y en manera alguna una muestra de respeto a tu nombre que mucho venero. Ten pues la bondad de decirme si mi explicación es satisfactoria».
Dice el Señor:
«Amigo mío, cuando la persona deduce intelectualmente no puede tener otro concepto de la fe y de la oración de los que tú tienes, pues desconoce otro camino que no sea el de la visión material y el del tacto. Una fe espiritual llena de vida echa tan pocas raíces en un carácter sensual como un grano de trigo en una roca de granito; como la roca no posee humedad que remoje el grano liberando así el germen, la semilla continúa siendo cierto tiempo lo que fue, para después secarse por falta de nutrición. ¿De qué te sirve todo tu saber y la obediencia de tu inteligencia, a la que llamas fe, si tu espíritu no participa en ello?
“El intelecto ha sido dado sólo para separar el espíritu del Espíritu de la Divinidad de Dios”
Toda persona tiene una capacidad de conocimiento doble: una externa que, en cierto modo, es el intelecto exterior del alma. Con esta capacidad de conocimiento nunca se podrá comprender ni asimilar la naturaleza divina, porque esta capacidad propia le fue dada al alma sólo para separar su espíritu del espíritu de la Divinidad, precisamente para que durante un cierto tiempo la Divinidad le quedara oculta. Si una criatura, o mejor un alma, pretende encontrar a Dios mediante esta capacidad negativa, se aleja de él proporcionalmente a su insistencia en este camino.
Sin embargo el alma tiene otro don que no reside en su cerebro, sino en su corazón. Se trata de una fuerza interior que consiste en una voluntad propia, en el amor y el poder imaginativo derivado de esos dos elementos psíquicos. Cuando asimila la noción de la existencia de Dios, tal conocimiento es abarcado repentinamente por el amor y retenido por la voluntad: la fe.
Esta fe viva despierta al espíritu que comienza a analizarla: tan pronto como la reconoce y la asimila, se eleva como Luz poderosa de Dios, penetra el alma y transforma en ella todo en Luz. Esta Luz es propiamente la fe por la que toda alma llega a la bienaventuranza.
¿Acaso has oído ya hablar de esta verdadera fe? Respondes en tu interior: “No, porque considero imposible pensar con el corazón”. Realmente debes considerarlo irrealizable.
Para conseguir pensar con el corazón, es preciso cierto entrenamiento que consiste en despertar constantemente el amor a Dios. Este amor fortifica y dilata el corazón, soltando las ataduras del espíritu, de manera que su Luz —todo espíritu es una Luz de Dios— se desarrolla libremente poco a poco. Cuando la Luz del espíritu comienza a iluminar el recóndito sitio vital del corazón, surgen cada vez más nítidos en las paredes del corazón, los innumerables tipos primarios, procedentes de Dios, en formas espirituales para que el alma los perciba. Tal visión psíquica en el corazón produce una nueva calidad del pensamiento; el campo de visión del pensamiento se dilata según el anhelo y las piedras de escándalo desaparecen a medida que penetra la inteligencia. Ya no se necesitan pruebas, pues la Luz del espíritu ilumina las formas internas de manera que ya no proyecten sombras y, así, el menor atisbo de duda es barrido para siempre.
De esta manera es la fe verdadera y viva en el corazón. Verdadera porque se origina en la Luz inconfundible del espíritu, y viva porque en verdad sólo el espíritu es vivo en el hombre.
En esta fe reside la fuerza extraordinaria de la que se habla en los Evangelios.
Para alcanzar esta fe salvadora es necesario dedicarse con celo riguroso al referido entrenamiento para adquirir una buena práctica. Pues si el hombre se dedica excesivamente al desenvolvimiento intelectual, y por ello sólo cuida de las cosas terrenas, debe encontrar imposible pensar con el corazón, mayormente cuando trae en la cabeza a Hegel, a Strauss, a Ronge, etc.
Dicho esto, hay motivos de peso para alegrarse de una pureza evangélica. No se puede ser glotón y mucho menos impúdico, pues la lascivia y la impudicia matan el espíritu impidiendo para siempre el libre desarrollo de su Luz, razón por la que los obscenos, sobre todo en su madurez, se vuelven completamente imbéciles y sólo consiguen disfrutar de momentos de placer cuando ven mujeres jóvenes.
¿Acaso no te ocurría a ti en los últimos tiempos, en los que considerabas al sexo femenino destinado sólo a la satisfacción carnal? No considerabas tales placeres impuros como la única felicidad terrena por la que luchaste y falleciste? Y ahora, obligado a entrar en una vida puramente espiritual, no tienes base para ninguna edificación. A tu alrededor todo está vacío; tan vacío como tu corazón y tan inerte como tu recóndito sitio vital. ¿Dónde buscaremos la materia para construir un nuevo hombre dentro de ti?».